Prólogo
No hay nada más grande que un mundial de fútbol.
Creo que cualquier amante del deporte rey (e incluso del deporte en general) estará de acuerdo con esta afirmación. Algunos dirán que los Juegos Olímpicos están por encima... pero yo, sinceramente, no lo creo. Lo que mueve el fútbol no lo mueve ningún otro deporte en el planeta. Ni siquiera todos los deportes juntos.
Una vez un amigo me dijo: "Los mundiales son como la casa de Gran Hermano... allí todo se magnifica". La comparación además de graciosa, es bastante real. En un mundial los sentimientos se elevan a la máxima potencia. Un simple gol, gesto, jugada, celebración o detalle puede llegar a convertirse en historia legendaria. No es para menos... el honor de los países está en juego. Es el espectáculo por excelencia. Es el fútbol en estado puro.
Maradona no sería Maradona sin su mano de Dios o su gol del siglo. Pelé no sería Pelé sin sus tres mundiales liderando a la mejor generación brasileña de la historia. Cruyff no sería Cruyff sin su fútbol total o Naranja Mecánica. Beckenbauer no sería Beckenbauer sin aquella semifinal del 70 jugando con el brazo en cabestrillo. Zidane no sería Zidane sin sus dos remates ganadores en Francia 98. Fontaine no sería Fontaine sin sus 13 goles en un mismo mundial. Rossi no sería Rossi sin su hat-trick a Brasil en el 82. Y así podría pasarme toda la tarde nombrando jugadores que de no ser por los mundiales, quizás no se hubieran convertido en leyenda. Porque todo gran jugador que se precie, debe brillar en un mundial.
Ya tenía ganas de escribir acerca de la historia de los mundiales. Desde pequeño me he tragado cientos de documentales acerca de todas y cada una de las Copas del Mundo desde sus inicios allá por 1930. Y por supuesto, he tenido la oportunidad de vivir unas cuantas en vivo desde mi nacimiento en el 84. Mi primer recuerdo de un mundial es un Argentina-Camerún que daba el pistoletazo de salida a la Copa del Mundo de Italia 90. Los africanos asombraron al planeta tras vencer por 0-1 a los vigentes campeones. Las crónicas anunciaban, una vez más, la definitiva explosión del fútbol africano.
Yo, que con mis seis primaveras ya adoraba el fútbol, me pasé aquel mes de junio pegado al televisor viendo rodar la pelotita. Poco me importó que fuera un mundial italianizado. No fue, ni mucho menos, el mejor mundial de la historia. Pero a mi me daba igual. Cuando enfocaban a las gradas y veía aquel colorido, aquellas personas vestidas con la bandera de su país, aquel ambiente de fiesta... se me ponía la piel de gallina. Aquello no era la liga, ni la copa del Rey ni la de Europa. Aquello era algo mucho más especial...
Viví los mundiales como tantos otros jóvenes de mi generación, con la eterna esperanza de que España lograra, ya no el campeonato, sino al menos una buena participación codeándose con los gallitos del torneo. Siempre parecía el año de la confirmación. "Esta vez sí" repetíamos cada cuatro años, idiotizados por los continuos agasajos de la prensa española hacia nuestra selección. Pero no. Nunca era el año de España. Unas veces por méritos propios y otras por trencillas de infausto recuerdo. el caso es que siempre nos volvíamos a casa con más pena que gloria. Tuvieron que pasar ochenta años y diecinueve mundiales para que España lo lograra. Pero ahora por fin podemos decirlo bien alto: somos campeones del mundo.
Que empiece el espectáculo...
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